viernes, 24 de septiembre de 2010

Las campanas lloran por tí

 
 
...Ningún hombre es en sí 
equiparable a una isla.
 
Todo hombre es un pedazo del continente,  
una parte de tierra firme.
 
Si el mar llevara lejos un terrón,
Europa perdería 
como si fuera un promontorio.
 
Como si se llevara una casa solariega 
de tus amigos o la tuya propia.
 
La muerte de cualquier hombre me disminuye, 
porque soy una parte de la Humanidad.  
 
Por eso no preguntes nunca  
por quien doblan las campanas, 
están doblando por ti.
 
John Donne
 
 
 
-- Versión original (en inglés)
 
For whom the bell tolls

...
No man is an island,
Entire of itself.
Each is a piece of the continent,
A part of the main.
If a clod be washed away by the sea,
Europe is the less.
As well as if a promontory were.
As well as if a manner of thine own
Or of thine friend's were.
Each man's death diminishes me,
For I am involved in mankind.
Therefore, send not to know
For whom the bell tolls,

It tolls for thee.



Sobre John Donne

viernes, 17 de septiembre de 2010

Un fenicio en Galicia (3)



Santiago y cierra España

Excursión a Santiago de Compostela. Ya esperamos que estará atiborrado de penitentes, turistas y excursionistas por lo del año Jacobeo, pero mi fenicia quiere ver Santiago. Y a mí también me encanta pasar una mañana caminando por el casco viejo y por la catedral.
Atiborrado, colas interminables, emociones a flor de piel en los peregrinos que van llegando y rompen en sollozos. La ruta de Santiago -o rutas, porque hay varias- tienen un profundo significado de superación personal, cumplimiento de promesas y procesos de reconstrucción de la  personalidad.
Nosotros llegamos en estos comodísimos trenes, que ya quisiera yo para Extremadura o Valencia.
La fenicia queda admirada por el Hostal  de los Reyes Católicos y otras maravillas.
Almorzamos.
Unas compras y regreso a nuestra adorada La Coruña.
Pesan los pies.




Es muy posible que nos animemos definitivamente a caminar todo el monte de San Pedro al día siguiente.
No hay tregua.
No me extrañaría que hubiéramos caminado 14 km, bordeando el mar y disfrutando de estas rocas características que rompen las olas apaisadas y enormes que llegan desde lo más profundo del Atlántico. MI fenicia no se queja, asombrada por la belleza, la limpieza, la señalización, la paz y la buena temperatura: disfruta profundamente de la experiencia y ello me admira a mí.

Claro que de vuelta vamos a recuperar o sea restaurar energías en una de las mejores pizzerias que he descubierto en los últimos tiempos.



Lugo o la ciudad del oro




En todas mis anteriores visitas a Galicia no había ido a Lugo ni a Orense, dos ciudades estrechamente vinculadas al oro, porque Galicia ha exportado toneladas de oro desde tiempos de los romanos, y todavía queda. Pero el oro de hoy es el turismo, que cuidan con mimo, porque es un turismo excelente formado básicamente por españoles.
A pesar de los magníficos trenes vamos a Lugo en autobús. También hay unas excelentes autovías.
Los romanos extendieron su imperio en tres continentes. Pues bien, el monumento defensivo mejor conservado de todo su grandioso imperio está en Lugo, las murallas romanas que en el año 2000 fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad.


 La fenicia está impaciente por recorrerlas paso a paso.  No se quiere perder nada y prefiere vivir las cosas desde dentro. Un sendero bien cuidado recorre los 2266 metros de perímetro. Nosotros no las corremos como algunos autóctonos (me los imagino corriendo con el trayecto nevado, algo frecuente en Lugo, con un clima continental). Andando ya está bien.
Renunciamos al moderno Lugo.



 Las ciudades modernas de toda España son bastante parecidas, salvo algunos detalles de buen gusto. Ya tengo la norma de ceñirme a las ciudades históricas y renuncio a los barrios y arrabales modernos. Parecen fabricados en serie.


El puente romano sobre el río Miño a su paso por Lugo. La fotografía es de Manuel Gómez González.


Pero es que el Lugo histórico es impresionante. Una ciudad para pasar el verano, atravesada por el río Miño, con el número justo de turistas. Una ciudad fundada en el año 15 de nuestra era, así que va a cumplir dos mil años, bastante más joven que mi Ibosim. Pero no deja de sorprender el buen estado de las murallas, que ofrecen por cierto un centro de interpretación con datos que dejan pasmado.
Caminada por arriba o por encima, ahora toca bajar a ras de suelo y admirar su sólida estructura conseguida con esta piedra tan abundante en Galicia.

Una buena ración de iglesias, rincones y aperitivos en la plaza. Tenemos reservado en O Verruga para degustar la famosa ternera de Galicia. Para probar pedimos un solomillo y un entrecot, con un tinto gallego (siempre bebo vino tinto del lugar). Un pleno acierto.



Descansamos la comida y regresamos a La Coruña.
Nos dará tiempo de comprar las entradas para ver 'Bollywood' en el palacio de Congresos. No es gran cosa, pero al final nos zamparemos una tapa de pulpo para los dos, con este fresco vino turbio de Ribeiro (el único blanco que de forma excepcional entre en mi menú).

Nos queda todavía un recorrido excitante: Orense, Palencia, Ávila y... a casita. Quizás otro día lo cuente.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Un fenicio en Galicia (2)

Recién llegado a La Coruña, otra ciudad de  la luz, me reencuentro con mi viejo amigo Filemón. La ciudad acoge un reputado salón del cómic.


Ya sólo me queda llegar a Galicia por mar y no descarto hacerlo algún día desde Lisboa o desde otro sitio. La llegada por mar a Vigo o a La Coruña ha de ser maravillosa.
La Coruña es como mi casa. Sin despreciar nada de Galicia, pues todo todo tiene su mérito, encuentro Vigo muy ruidosa, muy sucia, incluso algo más cara. Santiago es como una maqueta medieval llena de iglesias y una gente acostumbrada al trato con extraños que llegan extenuados, pero Santiago es demasiado turística, más cara y con un aliciente añadido, el de ser ciudad universitaria.

En La Coruña me encuentro más a gusto: ciudad luminosa, abierta, amplísima, muy limpia  -a alguien que venga de la guarrería de Ibiza o de Valencia, La Coruña le impresiona.
A esta ciudad magnífica le tengo la medida tomada para recorrerla andando. Hablo de 10 a 14 km diariamente. Pero son tan amenos y cuidados los trayectos que a duras penas vas notando que te has comido cinco km.



 Un alto en la caminata a la altura de la playa de Orzán, agosto 2010. Observarán que mi compañera fenicia nunca sale en ninguna foto, es debido a que las pocas  señoras que se acercan a mí temen por su reputación y yo las comprendo. Prefieren ir de incógnito, como en los viejos tiempos. 
No es mala filosofía, en todo caso ellas deben pensar que es mucho mejor exhibir un trofeo que una reliquia.





Mi acompañante fenicia aguanta el tirón mejor que yo, aunque bien es cierto que pesa la mitad. Pero tiene su mérito, soporta las caminatas, los cambios de ritmo y sólo al final del día deja salir alguna leve queja, pero mientras caminemos estos recorridos, nos regalamos con una cena moderada.

Conozco ya los sitios más secretos para comer bien y que no te alanceen a la hora de pedir la cuenta. No caemos en los tópicos -bandejas de marisco, ostras con champán, percebes - porque ni nos apetece -de hecho yo como marisco muy aceptable en cualquier parte de España, incluso en mi casa- ni deseamos comernos el mundo en dos días. Estas cosas están bien cuando se viaja en grupos de cuatro, seis o más.

Pero la descripción de algunos platos llenarían de asombro a muchos cocineros de Baleares.
Hay que conocer los sitios, claro, aunque en general se come muy bien por 20 euros cada uno.



Hay que decir que me hospedo en o muy cerca de la calle Joaquín Planells Riera, al lado de la estación de tren. En Galicia hay que usar mucho el tren, son nuevos, confortabilísimos y bien de precio. Todo eso cambiará a peor en unos años, si no me equivoco.
Sin duda este Joaquín es otro fenicio que labró su fortuna (¿militar quizás?) en ultramar, como este inmodesto fenicio que les habla. Por cierto, otro fenicio, Enrique Ramón Fajarnés nació en Santiago de Compostela y a veces me lo cuenta no sin cierto y legítimo orgullo, a unos pocos pasos de la tumba del apóstol Santiago.



Nada más llegar nos paseamos toda la avenida o paseo marítimo, el de las famosas cristaleras (La Coruña es tierra de vientos, eso es uno de sus pocos defectos).
Bordeamos todo el paseo y comenzaremos a dar la vuelta al famoso perimetral coruñés, una delicia para el caminante que a mitad de camina ofrece un regalo luminoso: un faro, el faro de Hércules, o la Torre de Hércules.



La visión aérea nos da una idea de la belleza y de las dimensiones del paseo perimetral que va bordeando las costas de la ciudad, de las playas de Riazor y Orzán y... sigue. Esto es un paseo. Kilómetros sin un sólo coche que moleste.



Reproduzco unas líneas de la Wikipedia:
La Torre de Hércules es una torre y faro situado en la península de la ciudad de La Coruña, en Galicia (España). Su altura total es de 68 m y data del siglo I. Tiene el privilegio de ser el único faro romano y el más antiguo en funcionamiento del mundo. Es el segundo faro en altura de España, por detrás del Faro de Chipiona. El 27 de junio de 2009 fue declarado Patrimonio de la Humanidad[1] por la UNESCO.

Pero la ciudad de La Coruña no se reduce a esto: hemos caminado sólo la mitad o menos del trayecto peatonizado. La gran avenida de Pedro Barrié de la Maza, un prócer gallego, ocupa la interminable fachada a las playas de Orzán y de Riazor. Justo en el extremo está el estadio del Deportivo, a un paso de las aguas atlánticas.


En la imagen de Sergio Díaz puede observarse el majestuoso porte de la playa de Riazor a la derecha de la imagen, al fondo se ve el estadio. El malecón del centro de la playa separa Riazor de la otra playa Orzán.


En esta foto de Paulino Castiñeira Trillo pude verse el impresionante alcance de la caminata. (Pincha para aumentar). Al fondo se ve la Torre de Hércules. Puede hacerse todo esto en vehículo, pero no tiene ninguna gracia. En La Coruña todo el mundo camina, hasta señoras muy elegantes, foráneos, nativos: La Coruña es una ciudad humana. Esta foto está tomada desde el Monte de San Pedro.

El cuerpo ya ha recibido su merecido, un poco macerado pero con la ilusión en el cuerpo. Hay que desandar todo lo caminado. Nos espera una jarra de vino joven de Ribeiro, el turbio y sano vino gallego con unas bandejas de pulpo. Hace diez años probé muchas pulperías, pero quiero que mi fenicia conozca la que consideré mejor. Al ataque.



Uno de los secretos está en el pimentón que ha de ser joven. El resto del manual lo conoce cualquier gallego, pero es difícil acertar, ajustar, matizar. El pulpo es un plato delicioso.


Puedes leer aquí la primera parte de Un ibicenco en Galicia.
Clica en las fotos para verlas mejor.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Un fenicio en Galicia



El regreso a Galicia

El fenicio pasó un verano completo en tierras celtas justamente en el año dos mil, un año en que, lo he explicado dos mil veces, todas las mujeres gallegas comenzaron a embarazarse a partir del día uno de enero, dando por resultado una mágica floración de úteros grávidos que deambulaban por La Coruña y por toda Galicia.
En julio habían pasado  siete meses: los vientres abultaban y los rigores del penitente, aliviados por un brebaje compuesto por ron negro y una sustancia conocida por cola, me llevaron a pensar que estaba bajo los efectos de una alucinación.
Cuando comprendí la querencia gallega por las cosas de la magia y por las brumas irracionales que lo impregnan todo me quedó todo claro: las gallegas querían tener un Manolo nacido en el año 2000.

Nada que objetar, me dije y me digo, sólo que hasta que no lo entendí, pasé días intrigado y rezando mientras bebía, pues ya es sabido que no se puede beber mientras se reza, pero sí a la inversa.

Han pasado diez años de aquello.
Abrumado por una oleada de calor que ha durado unos 40 días recupero el viejo proyecto de regresar a Galicia. Dicen de las tierras rocosas galaicas que son muy radiactivas y que eso llama al regreso. No lo sé.
Sólo sé que mi primera peregrinación fue gratificante, dulce y en solitario: tenía que escapar de las redes estériles de Ibiza, un antro telúrico de potentes radiaciones. Pero los fenicios sabemos que ningún humano activo mentalmente -o comercialmente - puede soportar estos sitios en exceso, de ahí que seamos tan viajeros.
Los fenicios no tenemos más remedio que ganar dinero para sufragar nuestros viajes y ello nos ha formado un carácter abierto, ávido de novedades, lo queremos saber todo y más, y en cualquier caso, si no tienes porque has de aprender y si tienes porque has de conservar, siempre te hará falta un cierto nivel de riquezas.
Esto nos ha creado una reputación dudosa, pero también es la envidia. Nos tienen envidia, temen nuestra resolución y es por eso que todos los pueblos vecinos nos han destruido Tiro, porque de la envidia al odio sólo hay un paso. No somos agresivos ni somos tacaños, somos curiosos, repartimos saber y nos gusta vivir bien. Esto no siempre se agradece.



Un vago en Vigo

Galicia me recompuso, me recogí ante el apóstol Santiago, bebí Estrella de Galicia y cuantos acontecimientos se acercaron a mis días me confirmaron mi antigua idea: hay que seguir, camina o revienta, no mires atrás ni para coger impulso. Tu sigue.

Llegué a Vigo y a Vigo vuelvo.
Siguen con el traqueteo interminable de las obras. El puerto y una gran parte de la ría es una auténtica cloaca (ver Galicia y el fin de los tiempos). Vigo es un puerto de gran potencia industrial y pesquera, la ciudad es vitalista, pero no saben definirse una vida gallega, apaisada y civlizada. es uan de las ciudades más ruidosas de España y una de las más salvajes, a pesar de la buena gente que la puebla pero que no sobresale.

Me hubiera encantado besar las arenas de la islas Cíes, tan cristalinas y sutiles a pesar de la dureza de los embates atlánticos... o bañarme en Samil, pero cuando veo en el puerto tanta suciedad, ruidos, polvo de las obras, gente descolgada o colgada, me entran las prisas por llegar a mi añorada La Coruña.

Pero me acompaña esta vez mi particular Dido y ella quiere pasar por la piedra, pedir una docena de ostras y cenar en el Mirador con la vista al puerto. Pues eso. Será un placer.

Por la mañana, antes de salir en tren, la aviso:

-- Tenemos que subir al Castro, cruzaremos el Casco Viejo,  iremos al Consello y abajaremos caminando. Una buena excursión porque es cuesta arriba. Pero el paisaje bien lo paga.

(Aquí puedes leer algo sobre los castros)


 El fenicio exhibe con cierto orgullo  sus cien kilos, subidos minuciosamente a pie hasta lo más alto del Castro de Vigo, ante la estela celta. Nada más bajar recibirá un premio modesto: seis ostras frescas. No se puede perder ni un kilo, al menos por un descuido. La foto es obra de Dido, una mujer fenicia de gran curiosidad viajera.



Trenes y maíz

En diez años han mejorado mucho los trenes y las vías. Da gusto ir en tren en unas vías que van bordeando las rías donde precisamente el río de agua dulce se va uniendo con el mar. El maiz llega hasta las mismas aguas. El sol castiga fuerte en el exterior, pero el vagón está climatizado, Dido se cae de sueño, se recuesta en mi hombro porque no quiere perder nada, pasamos por delante del puente de Rande, uno casi diría que divisa las anguilas en la cabeza del río...
Un buen almuerzo nos ha despedido de Vigo. No perdonamos ninguna comida: estamos de vacaciones y las caminatas interminables han de tener alguna compensación.


Pasamos por Pontevedra, pero en esta ocasión no me interesa parar. Diviso La Peregrina (*) y vamos viendo las rías bajas, todas tan rojas, exuberantes y llenas de vida, pero tan contaminadas.

De Pontevedra a Santiago hay una decena de pueblos o de ciudades que merecerían una visita religiosa-gastronómica, pero esto se hará en otra ocasión con un automóvil. No se puede tener todo, al menos no todo a la vez.

Tampoco nos apeamos en Santiago. Queremos llegar a La Coruña donde nos espera una buena cena
y una buena cama. Estamos exhaustos, pero nos reharemos.

(*) O como dice una web de viajes:

"La Peregrina, una capilla barroca en forma de concha de vieira con fachada convexa que alberga la imagen de la Virgen de la Peregrina, patrona de la ciudad"



Los zarpazos del cansancio




"Hay  que superar los primeros zarpazos del cansancio" me digo ya sentado sobre el césped al pie de las murallas romanas de Lugo. No se pueden hacer más cosas en menos días. Dido resiste como una brava fenicia, nunca se queja, come bien, bebe con moderación y es atenta sin ser empalagosa. Es decir, facilita las cosas al penitente, que arrastra sus cien kilos por toda Galicia sin usar patinetes. No cogimos ni un sólo taxi en 15 días. Y ni una sola ampolla en los pies... el penitente lleva casi toda España pateada, ha conocido muchos dioses y todos auténticos, observa y deambula como un pretor romano castigado en la Lusitania.Pero en el fondo sonríe, porque nos espera un fabuloso yantar en O verruga, con una deliciosa ternera gallega, que es algo serio. Y vino tinto gallego, que ya empieza a ser bueno de verdad.

martes, 7 de septiembre de 2010

Qué difícil es llevar sombrero...



Por Madrid y con sombrero, por Arturo Pérez Reverte

Hace casi veinte años que, a menudo, uso sombrero para vestir. Como decían mi abuelo y mi padre, tiene la ventaja de poder quitártelo cuando entras bajo techo, o delante de las señoras. Recurro a los clásicos de fieltro, azul oscuro, marrón o gris, los días fríos de invierno. Bajo la lluvia los uso de gabardina, y de panamá en verano, cuando el sol pega fuerte. En ciudad siempre con chaqueta, naturalmente. La chaqueta veraniega acabó convirtiéndose en hábito: una especie de disciplina personal. Pocas veces me muevo ya, por lugares civilizados, en mangas de camisa. A todo se acostumbra uno. La única pega es que, cuando estoy comprando películas en El Corte Inglés, me confunden con un dependiente y me piden Los bingueros de Pajares y Esteso. Fuera de eso, lo de la chaqueta es muy llevadero. Algún amigo me pregunta si no estaría más cómodo sin ella. Yo respondo que sí, que lo estaría. Pero no veo por qué diablos necesitaría estar más cómodo. También es cómodo ir en calzoncillos y chanclas por la calle, rascándose los huevos, y no lo hago.

Volviendo al sombrero, el otro día un librero de la cuesta Moyano me dio que pensar. Vestía yo chaqueta azul oscuro, pantalón chino beige, zapatos de ante marrones y panamá, y me interpeló: «¿A dónde vas con sombrero, llamando la atención?». Respondí que estaba dando un paseo, y manifesté mi extrañeza ante el hecho singular de que le llamase la atención un panamá de toda la vida, comprado como cada primavera en La Favorita, mi sombrerería habitual de la Plaza Mayor. Y más cuando él mismo llevaba una gorra de vivos colores de guacamayo con visera de un palmo. «Porque no creo –añadí– que vengas de jugar al béisbol». Seguí camino, pero aquello me dejó pensativo. Continué pensándolo mientras paseaba, mirando alrededor. El verano estaba en todo lo suyo, Madrid hervía de gente, y era buen momento para digerir el comentario. Así que me puse a ello.

Según aquel librero, yo llamaba la atención porque iba en verano con chaqueta y sombrero de panamá. Miré alrededor, intentando confirmarlo. A ver quién más da el cante, me dije. Comprobemos mi calidad de garbanzo negro observando qué otros transeúntes atraen la atención por lo insólito de su aspecto o indumento, prendas de cabeza incluidas. Pero todo parecía normal: el hormiguero urbano circulaba apacible. Nadie parecía sorprenderse de sus semejantes. Yo era quien llamaba la atención, según el capullo en flor del librero; pero el resto de la humanidad se vestía con desconcertante aplomo. Registré unas cuantas muestras al azar: un fulano de ciento veinte kilos, o así, con el que me crucé en la calle Arenal, vestía camiseta de tirantes, bañador de flores y chanclas de goma que le daban aspecto de paquidermo informal. También se cubría con un sombrero parecido al mío; pero todo cristo pasaba cerca sin echarle siquiera una mirada de soslayo –¿En qué he fallado?, pensé inquieto, estudiándolo de arriba abajo–. Algo más allá me crucé con una pareja natural como la vida misma: nadie volvía la cabeza a mirarlos ni se daba con el codo, pese a que el individuo llevaba piercings en la nariz y en las cejas, pantalón corto de camuflaje con bolsillos enormes y un sombrero de jungla de alas anchas muy arrugado, y su legítima –una morsa a la que rebosaban de la camiseta ceñida dos ubres y varias lorzas de sudoroso tocino– lucía sombrero vaquero, botas de pitufo hasta media pierna con treinta y dos grados a la sombra, y llevaba todo el brazo izquierdo tatuado con motivos satánicos. Junto a la plaza de Oriente vi a dos asiáticos con sombreros de eso mismo, o sea, asiáticos: redondos, anchos y de paja, apropiadísimos para recolectar arroz en el delta del Mekong o en cualquier otro delta. Pero ni los miraban. De vuelta, cerca del arco de San Ginés, me crucé con un pavo desnudo de cintura para arriba que iba tocado con un sombrero mejicano de color rojo. Y, pasada la chocolatería, le pisé inadvertidamente el muñón a un mendigo que estaba tirado ocupando toda la acera –me insultó muy suelto, en lengua eslava–, y que llevaba una camiseta de la universidad de Harvard, un cartel con la frase: «Tengo ambre y 5 ijos», y se tocaba con un sombrero negro de ala corta, tipo gánster años 60, como los que lucía Frank Sinatra cuando cantaba A mi manera. Resumiendo: ninguno de ellos llamaba la atención. Vestían como lo más normal del mundo.

Meditando ésa y otras maravillas llegué a la plaza Mayor, donde me encontré con otro amigo que trabaja en el Ayuntamiento. «¿Dónde vas con gorro?», me preguntó. Lo miré cinco segundos en silencio. Luego dije: «Gorro es el que les pusieron a tus abuelos cuando los quemaron en esta misma plaza. Cabrón». Y mientras se quedaba descifrando el asunto, fui al bar Andaluz y pedí una cerveza.

XL Semanal