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viernes, 30 de noviembre de 2012

Presentación de Alvite, por Santiago González


Captura de pantalla 2012-11-30 a la(s) 11.43.17Hay cosas en esta vida que a los chicos nos unen mucho. La noche en que conocí a José Luis Alvite me contó, antes incluso de sentarnos a la mesa en la que íbamos a cenar, que él había gozado de mucha privanza en un prostíbulo que hubo en los alrededores de Santiago. Tanta, que tenía allí batín y zapatillas, imaginé que bordadas con sus iniciales. Me pareció un gesto de confianza y una sugerente manera de romper el hielo.
“Es una forma razonable de ser alguien”, pensé a continuación. Llegado el caso, y si aún quedaran en nuestras ciudades burdeles como los de antaño, a mí me gustaría tener en propiedad batín y zapatillas en una de aquellas manflas acogedoras, confortables y hasta cierto punto maternales que yo, lástima, no llegué a conocer más que por referencias literarias, mayormente la literatura española de posguerra  y los bulines de Lima que retrata Vargas Llosa a través de la mirada vicaria de Zavalita en ‘Conversación en la Catedral’.
Debo confesarles, llegados a este punto, que yo iba para putero, pero me torcí. Tenía voluntad, pero me faltaba carácter. Váyase mi falta de experiencia por lo sobrado que siempre he estado de vocación, pero debo confesar que mi fascinación por las putas, como digo, tiene mucho de literaria y aún más de cinematográfica. Esas coimas compasivas y amables que acogían, como Concha Velasco al pobre José Sacristán, en la cocina del burdel de ‘La Colmena’ , para que se calentara las manos y cenara un tazón de sopa. Había solidaridad y actitudes generosas y no se conocían entonces barreras nacionales ni geográficas. “Y a ésa, ¿por qué le llaman ‘la uruguaya’?” preguntaba el estudiante Martín, para que el personaje de Concha Velasco, Purita, le expusiera algunos rudimentos geográficos inapelables: “Toma, porque es de Buenos Aires”.
Mi vida sentimental es deudora de muchas putas de buenos sentimientos: ‘Irma la Dulce’ en la película del mismo nombre, Kim Novak, como Polly la Bomba en ‘Bésame, tonto’; recuerden a Simone Signoret, inolvidable Casque d’or; la infantil Jodie Foster de Taxi Driver; Kim Basinger, que se disfrazaba de Veronica Lake para puteros mitómanos, con lo bien que estaba haciendo de sí misma; la conmovedora Anna Magnani de ‘Mamma Roma’, la rabiza melancólica Holy Golightly, al que daba cuerpo -escaso, pero fascinante, Audrey Hepburn en ‘Desayuno en Tiffany’s’, Jane Fonda en ‘Klute’, Julia Roberts como ‘Pretty woman’ y la extraordinaria puta buena y algo tonta que interpreta Mira Sorvino en ‘Poderosa Afrodita’.
No lean estas palabras como un exhibicionismo virtuoso, sino como una

sábado, 12 de febrero de 2011

Ricardo de la Cierva escribe sobre mi 'Diccionario de Secretos de Ibiza'



Ricardo de la Cierva escribe de mi Diccionario de Secretos, en Ya, septiembre de 1982. No ví el original, sino esta réplica publicada en el Diario de Ibiza.

Sobre el pintor Coronado en Murcia y en Cambio 16



Cuando acabé la mili puede reemprender muchas tareas interrumpidas. Una de ellas era escribir un libro sobre el pintor murciano Manolo Coronado, que vivió en Mallorca muchos años y conocía Ibiza bastante bien.
El libro lo ideamos en Palma de Mallorca, lo escribí en mi estudio de Ibiza y el de Palma, lo imprimimos en Madrid y lo presentamos en la pujante ciudad murciana de Molina de Segura.
Aparte de la prensa balear, el libro apareció recensionado en varias publicaciones nacionales. Aquí recojo la de Cambio 16, a la sazón un semanario puntero.

Cambio 16, número 260, noviembre de 1976
Ya sabes, clica para aumentar


Unas semanas antes habíamos hecho la presentación en Molina de Segura (Murcia), donde fui entrevistado por el diario Línea. la foto, sacada de algún carnet, es evidente. En 1975 me dejé el bigote en El Aaiún y ahí siguió colocado durante casi 30 años.


Más datos sobre Coronado: Coronado


En el Diario de Mallorca, 24 de septiembre de 1974



Manolo Mompó, Mariano Planells en el centro y Manolo Coronado

miércoles, 27 de octubre de 2010

Madrid

Delante del Palacio de las Cibeles, usurpado por Gallardón. Los madrileños están que se suben por las paredes.


Hace más de 20 años que no dormía y pasaba una jornada entera caminando Madrid.
En los estertores de la feria ARCO, arte contemporáneo y mucho cuento, me harté de Madrid, sus huelgas, sus subidas de precios a la japonesa y las caras sombrías de una ciudad que, por regla general, suele ser muy amable.
Y ya no volví.
Entiéndame, pasé por Madrid, por su aeropuerto, por sus líneas de tren, por su estación de autobuses. Podría decirse que pasé por todas las vías de paso de Madrid... excepto por su puerto de mar. Bueno y también, si es Valencia.

Yo he sido un asiduo de Madrid durante muchos años, aunque estudié en Barcelona. A la llegada del otoño yo salía de Ibiza encantado para ver un año la feria Arco de Madrid y al siguiente la FIAC de París. Y así iba alternando.

Ahora he necesitado las dotes de convicción de mi fenicia (Mife) y he pasado cuatro días seguidos, porque el primero no cuenta: un chaparrón de ritmo moderado pero infatigable me tuvo recluido en la zona comercial y aproveché para repasar la asignatura El Corte Inglés, lleno a rebosar, pero sin ningún problema para encontrar un dependiente que te atendiera. Mucha gente y poco trasiego de dinero. Volvemos a ser pobres. A ver si Madrid recupera la sensatez y ajusta los precios. Lo dudo.
Madrid, París, Londres, Roma son capitales demasiado caras.
Yo ya les he visitado. Maravillosas, pero dejo mi sitio para un japonés.

Pero Madrid me guardaba un regalo: la exposición de la colección Tyssen, justo en el Paseo del Prado. Mife exuda entusiasmo y sudor literal: quiere fotos delante del Congreso de los Diputados, delante y dentro de la magistral estación de Atocha, que ha quedado como un acceso
humano y ameno. Quiero fotos delante del Velázquez de El Prado, delante del oso y el madroño de la Plaza del Sol.

Mife alucina por la cantidad de prostitutas jovencísimas, rubias, probablemente ucranianas que pululan por la calle Montera. No salimos de la zona: las deliciosas calles de Fuencarral y Hortaleza son el paraíso de las compras. Los modistas más jóvenes tienen su tienda en esta zona. Bueno. Mife no puede con tantas bolsas. Menos mal que tenemos el hotel en el  mismo Chueca y subimos y bajamos: parecemos turistas. Lo somos.

Por la noche toca pizza y ensalada. Extenuados.

Las jornadas se repiten y los días quedan cortos. La calle Mayor y la plaza Mayor, que tantas juergas me ha acogido, están ahora mucho más pretenciosas y muy visitadas. Llegamos hasta el final. Mife quiere entrar en el Palacio Real y por suerte otro chaparrón nos frustra la intentona. Suerte porque no hubiera soportado dos horas de brillantes estucados y lámparas de araña colgando en las paredes.

Yo quería chatear, en el sentido rústico tradicional, no en el cibérnetico o actual, aunque sale más caro que comprarse un riñón, y el mal tiempo salió en mi ayuda.
Todo igual,  los vinos, el vermut de grifo, pero las tapas que acompañan son bastante más flojitas y los precios finales endiabladamente altos.



Mife quiere ver la  catedral de la Almudena. Ya me irá bien ya, rezar un poco. Ella me saca una foto con el flash -otro pecado-  y me coge meditante y sin afeitar como el pintor Vicente Calbet.

Más tarde nos espera 'Mamma Mía' el musical de moda, que ha regresado a la Gran Vía.
Cena, vino tinto y ligero paseo por la abigarrada y colorida Chueca.

Nos hubiera gustado disponer de tiempo para seguir descubriendo este Madrid monumental lleno de arte y de vida. Pero todo se queda corto y breve.
Madrid es una capital acogedora, estupenda. Prepara unas buenas zapatillas y mucho parné. Paciencia y a barajar.

martes, 7 de septiembre de 2010

Qué difícil es llevar sombrero...



Por Madrid y con sombrero, por Arturo Pérez Reverte

Hace casi veinte años que, a menudo, uso sombrero para vestir. Como decían mi abuelo y mi padre, tiene la ventaja de poder quitártelo cuando entras bajo techo, o delante de las señoras. Recurro a los clásicos de fieltro, azul oscuro, marrón o gris, los días fríos de invierno. Bajo la lluvia los uso de gabardina, y de panamá en verano, cuando el sol pega fuerte. En ciudad siempre con chaqueta, naturalmente. La chaqueta veraniega acabó convirtiéndose en hábito: una especie de disciplina personal. Pocas veces me muevo ya, por lugares civilizados, en mangas de camisa. A todo se acostumbra uno. La única pega es que, cuando estoy comprando películas en El Corte Inglés, me confunden con un dependiente y me piden Los bingueros de Pajares y Esteso. Fuera de eso, lo de la chaqueta es muy llevadero. Algún amigo me pregunta si no estaría más cómodo sin ella. Yo respondo que sí, que lo estaría. Pero no veo por qué diablos necesitaría estar más cómodo. También es cómodo ir en calzoncillos y chanclas por la calle, rascándose los huevos, y no lo hago.

Volviendo al sombrero, el otro día un librero de la cuesta Moyano me dio que pensar. Vestía yo chaqueta azul oscuro, pantalón chino beige, zapatos de ante marrones y panamá, y me interpeló: «¿A dónde vas con sombrero, llamando la atención?». Respondí que estaba dando un paseo, y manifesté mi extrañeza ante el hecho singular de que le llamase la atención un panamá de toda la vida, comprado como cada primavera en La Favorita, mi sombrerería habitual de la Plaza Mayor. Y más cuando él mismo llevaba una gorra de vivos colores de guacamayo con visera de un palmo. «Porque no creo –añadí– que vengas de jugar al béisbol». Seguí camino, pero aquello me dejó pensativo. Continué pensándolo mientras paseaba, mirando alrededor. El verano estaba en todo lo suyo, Madrid hervía de gente, y era buen momento para digerir el comentario. Así que me puse a ello.

Según aquel librero, yo llamaba la atención porque iba en verano con chaqueta y sombrero de panamá. Miré alrededor, intentando confirmarlo. A ver quién más da el cante, me dije. Comprobemos mi calidad de garbanzo negro observando qué otros transeúntes atraen la atención por lo insólito de su aspecto o indumento, prendas de cabeza incluidas. Pero todo parecía normal: el hormiguero urbano circulaba apacible. Nadie parecía sorprenderse de sus semejantes. Yo era quien llamaba la atención, según el capullo en flor del librero; pero el resto de la humanidad se vestía con desconcertante aplomo. Registré unas cuantas muestras al azar: un fulano de ciento veinte kilos, o así, con el que me crucé en la calle Arenal, vestía camiseta de tirantes, bañador de flores y chanclas de goma que le daban aspecto de paquidermo informal. También se cubría con un sombrero parecido al mío; pero todo cristo pasaba cerca sin echarle siquiera una mirada de soslayo –¿En qué he fallado?, pensé inquieto, estudiándolo de arriba abajo–. Algo más allá me crucé con una pareja natural como la vida misma: nadie volvía la cabeza a mirarlos ni se daba con el codo, pese a que el individuo llevaba piercings en la nariz y en las cejas, pantalón corto de camuflaje con bolsillos enormes y un sombrero de jungla de alas anchas muy arrugado, y su legítima –una morsa a la que rebosaban de la camiseta ceñida dos ubres y varias lorzas de sudoroso tocino– lucía sombrero vaquero, botas de pitufo hasta media pierna con treinta y dos grados a la sombra, y llevaba todo el brazo izquierdo tatuado con motivos satánicos. Junto a la plaza de Oriente vi a dos asiáticos con sombreros de eso mismo, o sea, asiáticos: redondos, anchos y de paja, apropiadísimos para recolectar arroz en el delta del Mekong o en cualquier otro delta. Pero ni los miraban. De vuelta, cerca del arco de San Ginés, me crucé con un pavo desnudo de cintura para arriba que iba tocado con un sombrero mejicano de color rojo. Y, pasada la chocolatería, le pisé inadvertidamente el muñón a un mendigo que estaba tirado ocupando toda la acera –me insultó muy suelto, en lengua eslava–, y que llevaba una camiseta de la universidad de Harvard, un cartel con la frase: «Tengo ambre y 5 ijos», y se tocaba con un sombrero negro de ala corta, tipo gánster años 60, como los que lucía Frank Sinatra cuando cantaba A mi manera. Resumiendo: ninguno de ellos llamaba la atención. Vestían como lo más normal del mundo.

Meditando ésa y otras maravillas llegué a la plaza Mayor, donde me encontré con otro amigo que trabaja en el Ayuntamiento. «¿Dónde vas con gorro?», me preguntó. Lo miré cinco segundos en silencio. Luego dije: «Gorro es el que les pusieron a tus abuelos cuando los quemaron en esta misma plaza. Cabrón». Y mientras se quedaba descifrando el asunto, fui al bar Andaluz y pedí una cerveza.

XL Semanal