Delante del Palacio de las Cibeles, usurpado por Gallardón. Los madrileños están que se suben por las paredes.
Hace más de 20 años que no dormía y pasaba una jornada entera caminando Madrid.
En los estertores de la feria ARCO, arte contemporáneo y mucho cuento, me harté de Madrid, sus huelgas, sus subidas de precios a la japonesa y las caras sombrías de una ciudad que, por regla general, suele ser muy amable.
Y ya no volví.
Entiéndame, pasé por Madrid, por su aeropuerto, por sus líneas de tren, por su estación de autobuses. Podría decirse que pasé por todas las vías de paso de Madrid... excepto por su puerto de mar. Bueno y también, si es Valencia.
Yo he sido un asiduo de Madrid durante muchos años, aunque estudié en Barcelona. A la llegada del otoño yo salía de Ibiza encantado para ver un año la feria Arco de Madrid y al siguiente la FIAC de París. Y así iba alternando.
Ahora he necesitado las dotes de convicción de mi fenicia (Mife) y he pasado cuatro días seguidos, porque el primero no cuenta: un chaparrón de ritmo moderado pero infatigable me tuvo recluido en la zona comercial y aproveché para repasar la asignatura El Corte Inglés, lleno a rebosar, pero sin ningún problema para encontrar un dependiente que te atendiera. Mucha gente y poco trasiego de dinero. Volvemos a ser pobres. A ver si Madrid recupera la sensatez y ajusta los precios. Lo dudo.
Madrid, París, Londres, Roma son capitales demasiado caras.
Yo ya les he visitado. Maravillosas, pero dejo mi sitio para un japonés.
Pero Madrid me guardaba un regalo: la exposición de la colección Tyssen, justo en el Paseo del Prado. Mife exuda entusiasmo y sudor literal: quiere fotos delante del Congreso de los Diputados, delante y dentro de la magistral estación de Atocha, que ha quedado como un acceso
humano y ameno. Quiero fotos delante del Velázquez de El Prado, delante del oso y el madroño de la Plaza del Sol.
Mife alucina por la cantidad de prostitutas jovencísimas, rubias, probablemente ucranianas que pululan por la calle Montera. No salimos de la zona: las deliciosas calles de Fuencarral y Hortaleza son el paraíso de las compras. Los modistas más jóvenes tienen su tienda en esta zona. Bueno. Mife no puede con tantas bolsas. Menos mal que tenemos el hotel en el mismo Chueca y subimos y bajamos: parecemos turistas. Lo somos.
Por la noche toca pizza y ensalada. Extenuados.
Las jornadas se repiten y los días quedan cortos. La calle Mayor y la plaza Mayor, que tantas juergas me ha acogido, están ahora mucho más pretenciosas y muy visitadas. Llegamos hasta el final. Mife quiere entrar en el Palacio Real y por suerte otro chaparrón nos frustra la intentona. Suerte porque no hubiera soportado dos horas de brillantes estucados y lámparas de araña colgando en las paredes.
Yo quería chatear, en el sentido rústico tradicional, no en el cibérnetico o actual, aunque sale más caro que comprarse un riñón, y el mal tiempo salió en mi ayuda.
Todo igual, los vinos, el vermut de grifo, pero las tapas que acompañan son bastante más flojitas y los precios finales endiabladamente altos.
Mife quiere ver la catedral de la Almudena. Ya me irá bien ya, rezar un poco. Ella me saca una foto con el flash -otro pecado- y me coge meditante y sin afeitar como el pintor Vicente Calbet.
Más tarde nos espera 'Mamma Mía' el musical de moda, que ha regresado a la Gran Vía.
Cena, vino tinto y ligero paseo por la abigarrada y colorida Chueca.
Nos hubiera gustado disponer de tiempo para seguir descubriendo este Madrid monumental lleno de arte y de vida. Pero todo se queda corto y breve.
Madrid es una capital acogedora, estupenda. Prepara unas buenas zapatillas y mucho parné. Paciencia y a barajar.