miércoles, 26 de septiembre de 2012

Viejo, por Salvador Sostres



Me voy poniendo viejo y las fuerzas ya no me acompañan hoy como ayer. Sobrevivir a una resaca es cada vez más duro, y si antes resurgía durante el almuerzo ahora ya me cuesta un par de días volver a estar en plenitud de facultades. Plenitud es un forma de hablar, claro. Con el tiempo he aprendido a querer más y mejor a mis amigos, las conversaciones son cada día más intensas y agradables, hemos afinado el instrumento de la amistad de un modo admirable, la ternura y la complicidad fluyen sin tener que convocarlas y las noches en que nada es urgente y puede uno quedarse en el bar hasta las 4 de la mañana son uno de los más bellos regalos. Tirsa. Gintónic british style. Manel Tirvió, mi barman.
Pero luego llega la mañana con un dolor atroz. Dolor de todo, el cuerpo en error total, ningún ibuprofeno puede ya curarme ni anularme las ganas de vomitar. Soldado de la batalla perdida de la vida, han matado a mi caballo. Cada vez con menos gintónics acabo despertándome en un estado completamente deplorable, y como la conversación fue eufórica y la noche fantástica no supe darme cuenta de cuándo pasé de la sobriedad a la siembra del desastre.
Yo nací, perdonadme, en 1975, y aunque algunos dirán que eso no es nada, he notado de un modo alarmante como ya mi cuerpo no aguanta el ritmo de mi alma. La exigencia física que supone tener una hija de un año es considerable, y cuando por la noche no he descansado y tengo que
levantarme pronto para jugar con ella, algo por dentro se me rompe y soy yo, con mis 37 años. Empiezo a entender que llegado a una edad Góngora escribiera: "Ya nada temo más que mis cuidados", y Guillén: "Sí, tu niñez, ya fábula de fuentes".
Lo peor ha sido darme cuenta de que en contra de lo que hasta ahora había creído no soy inmortal ni puedo con todo, y que la decadencia tiene su ritmo y a todos nos acaba afectando. "Envejecer, morir eran tan solo las dimensiones del teatro", confiesa Jaime Gil de Biedma en 'No volveré a ser joven'. También para mi envejecer fue un concepto foráneo.
Llegué a creer que nunca tendría que escribir un artículo como éste, y que mi caso sería distinto. No sé por qué algunos hombres llegamos a creernos semejantes tonterías, pero el caso es que lo hacemos, y con bastante frecuencia, y con todavía más alegría. Me siento joven pero sé que ya no lo soy. Detesto el trato que me dispensan los adolescentes -de respeto y de distancia- porque subrayan que el tiempo ha pasado y que todo el mundo puede verlo.
Todavía mis impulsos son los que eran, pero la carcasa ya no responde ni con la misma fuerza ni con la misma precisión, por no hablar de la velocidad ni de la puntería. Todavía mi corazón sigue teniendo 25 años y sé que si no voy con cuidado puedo caer en el patetismo de tantos hombres y mujeres que no se han dado cuenta de que las cosas que intentan o hacen no guardan ninguna proporción con la edad que ya tienen.
No sabría decir si he aprovechado bien o mal mis primeros 37 años pero sea cual sea el balance, hay algo que está perfectamente claro: no hay regreso posible y hay que empezar a administrar lo que queda porque para el vivir salvaje de antes el cuerpo ya no me aguanta.
Juro que pensé que era inmortal y que la fiesta nunca iba a acabarse. Y de repente una resaca me dice: bueno, chico, todo esto tiene un límite, espero que no te importe. La figurita es de cristal y al final se rompe.