Antonia Machado en el café Las Salesas |
Antonio Machado muere en Collioure el 22 de febrero de 1939. Setenta y cinco años después, continúan las polémicas sobre Guiomar, su amor de la madurez. La historia de su matrimonio es bien conocida: en 1907, Antonio va a Soria como catedrático de Francés. Allí conoce a Leonor, la hija de su patrona, que tenía entonces 14 años. Dos años después se casan. En París, ella sufre una hemorragia que -según el poeta- «fulminó nuestra felicidad». Muere de tuberculosis el año 1912, el mismo año en que se publica «Campos de Castilla». El poeta expresa su dolor con versos conmovedores: «Señor ya me arrancaste lo que yo más quería... / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar». Esta tragedia acentúa su tendencia a la soledad y la melancolía.
Depretis publica íntegramente las«Cartas a Pilar». Aunque algunos siguen manteniendo que Guiomar era sólo un pretexto literario, o, incluso, un nombre que da ahora Machado a su recordada Leonor.
¿Quién es Pilar de Valderrama? Una mujer de carne y hueso, por supuesto: nace en Madrid en 1892 (16 años después que Antonio Machado); no es feliz en su matrimonio con Rafael Martínez Romarate, que trabaja en el teatro como luminotécnico; publica varios libros de poemas («Las piedras de Horeb», «Esencias») y de teatro («El tercer mundo»). Toda la familia es católica, de derechas: huyen a Portugal en 1936. (Mientras tanto, Antonio Machado ha reforzado su adscripción al bando republicano, a diferencia de su hermano Manuel). Muere en 1979, dos años antes de la publicación de sus memorias. Cansinos Asséns la describe con escasa simpatía: «Una mujer morena, de tipo semítico, con grandes ojos pasionales y toda ella con un exceso de ardor que se desfoga en el arte». La incluye en el grupo de «esas grandes señoras que hacen literatura por puro placer, al margen de todo profesionalismo». Más cariñoso se muestra Jorge Guillén: «Esta criatura, muy sensible, gozará y sufrirá intensamente durante su larga existencia».
Antonio le escribe cerca de 200 cartas, de las que se conservan sólo unas 40. Ella -por pudor, se supone- destruyó las restantes: una pérdida lamentable. Y las publica con mutilaciones; llega a tratarlas con productos químicos, para borrar algunos párrafos que el tiempo, paradójicamente, ha hecho reaparecer.
Se conocen los dos en Segovia, el 2 de junio de 1928. Ella acaba de sufrir un gran dolor al confesarle su marido que se ha suicidado una joven con la que él mantenía relaciones. Le lleva a Antonio un libro de poemas; cenan, juntos, en el Hotel Comercio; pasean de noche, hasta el Alcázar. Ahí comienza su relación epistolar. Ella tiene 36 años; él, más de 50. Uniendo los poemas dedicados a Guiomar con las cartas de Antonio, se puede seguir la historia de un amor (como el título del bolero) que cada uno calificará como prefiera.
El banco de los enamorados
Hay que partir del hecho de que el poeta se siente prematuramente envejecido: «Cuando murió su amada,/ pensó en hacerse viejo...». El tiempo va apaciguando los dolores pero él no cree que pueda ya enamorarse de nuevo. La aparición de la joven poetisa rompe su idea; para expresar su asombro, recurre al verso inicial de la «Divina Comedia»: «Nel mezzo del camin pasóme el pecho / la flecha de un amor intempestivo...». La posición, al final del verso, subraya la palabra: «intempestivo»; es decir, «lo que llega fuera de tiempo o de sazón». Pero que ha llegado... Está viviendo ahora el poeta lo mismo que él cantó del «olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido» al que, en primavera, «algunas hojas verdes le han salido». Se siente sorprendido pero feliz: «Porque, en amor, locura es lo sensato».
Ella vive en Madrid, con su marido; Antonio, en Segovia: se escriben cartas de amor. El fin de semana, él va a la capital. Pasean juntos, ese verano, por los jardines de la Moncloa (cerca de la actual residencia del Presidente del Gobierno): lo bautizan como «El jardín de la Fuente» y «el banco de los enamorados», donde se sientan. En el otoño, se refugian del frío en un café de Cuatro Caminos, el Franco-Español: «nuestro rincón». Para consolarse de la separación, como dos chiquillos, se inventan un recurso: todas las noches, entre 11 y 12, se encuentran, con la imaginación, en su «tercer mundo» (ése será el título de una obra de teatro de ella).
Lo mismo que cualquier joven enamorado, Antonio le escribe cartas que terminan con una ristra de piropos: «¡Adiós, preciosa, encanto, milagro, maravilla, reina, diosa de mis entrañas, adiós! (...) Escribe a tu loco.Tuyo, tuyísimo, archituyo...».
Alguna noche, en Madrid, Antonio va al teatro solamente por verla, de lejos. Y sufre de celos, como cualquier mortal: «Mi corazón tiene cada día más amor. Y, aunque sea absurdo, más celos».
Sueña él con los mil detalles de la vida cotidiana, en pareja. Por ejemplo, acompañarla, cuando ella está acatarrada: «Quieta, arropadita en tu cama, porque allí está -a tu cabecera- tu poeta, dándote el calor de su corazón (...) Te aconsejo mucho abrigo y, para sudar un poco, tomar un ponche con una copita de coñac. Es mano de santo».
No es éste el Machado trascendental, filosófico, sino un hombre maduro que se ha enamorado de una mujer más joven y que sueña con ella. Hasta el recuerdo de su mujer se ha ido borrando: «El secreto es, sencillamente, que yo no he tenido más amor que éste. Ya hace tiempo que lo he visto claro. Mis otros amores sólo han sido sueños, a través de los cuales vislumbraba yo la mujer real, la diosa. Cuando ésta llegó, todo lo demás se ha borrado. Solamente el recuerdo de mi mujer queda en mí, porque la muerte y la piedad lo han consagrado». ¿Hasta dónde llega este amor? Parece claro que es ella, por sus criterios religiosos, la que impide su consumación. Suele él quejarse de unas barreras que no entiende... pero acepta. Todo parece quedar en un «amor cortés», como el de los trovadores. Aunque algunos detalles apuntan a algo más. Una vez, ella va a Hendaya, para reponerse. Hasta allí acude Antonio. Contemplan el río Bidasoa y, al fondo, Fuenterrabía; pasean por la playa y el cuerpo parece reclamar sus derechos: «¡Y, en la tersa arena,/cerca de la mar, /tu carne rosa y morena, /súbitamente, Guiomar!».
Antonio, como cualquier novio que se precie, le ha traído un regalo, unos zarcillos de oro, que acaban de un pendiente de nácar: «En el nácar frío/de tu zarcillo en mi boca,/ Guiomar, y en el calofrío/de una amanecida loca». ¿Qué llegó a pasar en esa «amanecida loca»? Nunca lo sabremos.
El amor insatisfecho se sigue refugiando en los sueños. Una vez, sueña él que les casa en Segovia, en el monasterio del Parral, al son de La Marsellesa, un fraile que resulta ser don Miguel de Unamuno. Otra vez, algo semejante tiene un final feliz:
«Soñé, sencillamente, que me casaba contigo (...) Mi estado de espíritu era, en esta ocasión, de una alegría rebosante, todo lo contrario de lo que fue, en mis nupcias auténticas. La ceremonia fue entonces, para mí, un verdadero martirio. Y, ahora, salía yo contigo, del brazo, lleno de alegría y de orgullo. Se diría que, en el sueño, tomaba yo el desquite de nuestro secreto amor, pregonándolo a los cuatro vientos... El resto del sueño, no te lo puedo contar. Es demasiado feliz, aun para contarlo».
Luego, la guerra los separa: ella, con su familia, se va a Portugal, después de haber destruído muchas de sus cartas; él, a la Valencia republicana: «De mar a mar, entre los dos, la guerra,/ más honda que la mar...».
En sus «Canciones a Guiomar», insiste Machado en la trama misteriosa que enlaza la realidad con el ensueño: «Todo amor es fantasía: / él inventa el año, el día, / la hora y su melodía; / inventa el amante, y, más, / la amada. No prueba nada /contra el amor, que la amada/no haya existido jamás».
Algunos han utilizado estos versos para concluir que Guiomar fue solamente un sueño poético: las cartas que conservamos indican otra cosa. Otros la han enjuiciado con dureza: quizá no amó de verdad a Machado, quiso aprovecharse de su fama... En todo caso, él sí sintió renacer, con ella, sus viejas ilusiones. Cuando Antonio Machado muere, en Collioure, hace exactamente 75 años, su hermano José encuentra, en su chaqueta, un papelillo arrugado. En él ha escrito la cita del Hamlet («To be or not to be») y el último verso que ha escrito, con sus más dulces recuerdos sevillanos: «Estos días azules y este sol de la infancia...»
Pero también guardaba allí una variante de una de sus Canciones a Guiomar: «Y te daré mi canción:/ «Se canta lo que pierde»/, con un papagayo verde/ que la diga en tu balcón: / se canta lo que se pierde». Es difícil imaginar mejor definición de la poesía: «Se canta lo que pierde».