Kafka, con su amigo y albacea, Max Brod |
P.Unamuno
Hogueras, picotas y secciones prohibidas de bibliotecas han sido destino de innumerables libros a lo largo de la Historia. Sin embargo, por muy sistemática y voraz que fuera la persecución de los dictadores o de instituciones como la Inquisición, ninguna censura ha sido nunca más eficaz que la que algunos autores se han impuesto a sí mismos. Muchos de los lectores conocen sin duda la voluntad de Kafka de que al fallecer fuese quemado todo lo que había escrito -no sólo sus textos literarios, sino cualquier testimonio suyo sobre papel-, y que si hoy tenemos acceso a grandes obras como 'El castillo' o 'El proceso' se debe a la 'traición' de su albacea y amigo Max Brod. Virgilio dispuso que a su muerte no pudieran publicarse sus manuscritos inconclusos, pero el emperador Augusto decidió pasarse la prohibición por el arco del triunfo (estaba demasiado acostumbrado a vencer), razón por la que hoy conocemos 'La Eneida'.
Muchos narradores llegaron a pensar que la palabra es incapaz de penetrar en la verdad
El escritor y crítico literario alemán Werner Fuld sostiene que «en la mayoría de los casos, lo que lleva a un autor a destruir su obra es la conciencia de su imperfección». Al parecer, el estadista Solón entregó a las llamas sus versos porque no aguantaban la comparación con los de Homero. Platón hizo lo propio y destruyó también sus tragedias al conocer a Sócrates. Faltaba mucho para que triunfaran los libros de autoayuda (cómo subir la autoestima y otras zarandajas), pero atención, advierte Fuld, tales anécdotas no sólo son incomprobables sino que agrandan la fama del poeta y «la consideración que merece la obra conservada, única en pasar la criba de la autocensura».
El marketing, como vemos, asomaba ya la patita en tiempos remotos. En fechas más cercanas a las actuales, Truman Capote se ocupó muy bien de airear que, después de la feliz acogida dispensada a Desayuno con diamantes, había dado a la máquina de triturar una novela que a su