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miércoles, 22 de enero de 2014

Las catacumbas y el firmamento de Walter Benjamin, por Félix de Azúa

Walter Benjamin, en la Biblioteca Nacional de Francia en París en 1939. / GISÈLE FREUND
Félix de Azúa
No creo que haya ensayo filosófico más famoso, complejo, influyente y poco leído que la así llamada Obra de los pasajes, de Walter Benjamin.Su nombre obedece a que ni siquiera puede llamarse “libro”: es un montón de papeles que acabaron guardados en una maleta, en cuyas páginas hay kilómetros de citas (ajenas) y comentarios (de Benjamin). ¿Un conjunto de ruinas? Así lo describe Giorgio Agamben: es la visión de un superviviente cuando pasea la mirada por los cadáveres y ruinas que se extienden a su alrededor tras un bombardeo.

jueves, 20 de junio de 2013

No hay monstruos, sólo predadores hablantes, burócratas del homicidio

Arendt, por Gabriel Albiac

No hay monstruos. Sólo hay hombres que matan, predadores hablantes, dice Freud. Burócratas eficientes del homicidio, anota Hannah Arendt

Hannah ArendtA la espera de la película que le dedicaMargarethe von Trotta –pasado mañana, creo, es el estreno–, tomo de su anaquel los libros de Hannah Arendt. Siempre los he tenido a mano en mi biblioteca. Desde aquel Eichmann en Jerusalén que me marcó siendo muy joven, Arendt ha estado entre mis interlocutores más constantes. Puede que sea porque, igual que le sucediera a ella, me emociona a mí Walter Benjamin más que ningún otro pensador del siglo veinte. Y la historia de Hannah Arendt, buscando en Portbou, años después, la improbable tumba y los perdidos papeles de su amigo suicida, está entre las declaraciones de amistad –esa forma superior del amor– más conmovedoras del atroz siglo que fue el nuestro.
Von Trotta ha tomado como epicentro de su relato la primavera de 1961, durante la cual cubre Hannah Arendt para el New Yorker el juicio en Jerusalén de Adolf  Eichmann. Con una lucidez desgarradora. Con un empecinamiento en la búsqueda de la verdad que la emparenta con aquel otro judío, desarraigado y distante, que apostó toda su vida a la tarea de «no reír, no lamentar, no burlarse ni detestar; entender sólo». Como Baruch de