jueves, 30 de enero de 2014

Mankell: La enfermedad, la vida; por Gabriel Albiac

La enfermedad es la vida. Y Henning Mankell la escribe


 ¿ POR qué se escribe? No abandona nunca a quien lo hace la sospecha de haber violado un tabú: el de reduplicar lo real. La suya es la desazón de aquellos herejes de Borges que «abominaban la cópula y los espejos, porque multiplican el mundo». Para quien carga con esa culpa funesta, no hay penitencia que baste. Se escribe en una desoladora batalla – siempre perdida– contra el silencio y la muerte. Y el que escribe nunca sabe si no se está traicionando precisamente al presentar combate. Nadie ha dado esa paradoja con mayor belleza que Maurice Blanchot:

«Una regla dice al escritor: —No escribirás, permanecerás en la nada, guardarás silencio, ignorarás las palabras. —Escribe para no decir nada. —Escribe para decir algo. —Nada de obra, sólo la experiencia de ti mismo, el conocimiento de lo que te es desconocido. —¡Una obra! Una obra real, reconocida por los otros e importante para los otros. — Borra al lector. — Bórrate ante el lector. — Escribe para ser verdadero. — Escribe para la verdad. — Sé, pues, mentira, puesto que escribir de cara a la verdad es escribir lo que no es aún verdadero y tal vez jamás lo será. — No importa, escribe
para actuar. —Escribe, tú que tienes miedo de actuar. — Deja en ti la libertad de hablar. —¡Oh, jamás dejes que en ti la verdad se trueque en palabra » .
Blanchot –que fue el más influyente de los críticos literarios de nuestro siglo– me ha venido, de inmediato, al recuerdo, apenas leída –en todos los periódicos y en todos los idiomas de la prensa europea– la noticia del envite trágico de Henning Mankell. En anécdota escueta: al escritor sueco acaba de serle diagnosticado un cáncer. De mal pronóstico. La enfermedad y la verosímil muerte son eso: lo único de verdad previsible en nuestras vidas. Y lo que, sin embargo, nos deja atónitos al anunciar su visita. Un viejo maestro griego dio la clave inapelable de esa paradoja: para cada uno de nosotros, «nada es la muerte. Cuando yo, no ella. Cuando ella, no yo». No hay encuentro. Sí, cita.
Pero el escritor escribe. Es lo único que sabe hacer, lo único que, de verdad, cuenta en su vida. ¿ Qué puede hacer, este que traza signos, ante la inmediata visita de la sombría dama a la cual no verá nunca? Escribir. No el encuentro: bien sabe él que es imposible eso. Sí, la espera. En la cual se juega la reflexión más honda que pueda caber en una mente humana: la del hombre solo en la habitación silenciosa donde nada sucede, que evocaba Blaise Pascal. « He decidido enseguida tratar de escribir sobre ello», decía ayer Mankell. «He decidido escribir las cosas tal como son » . Pero Mankell nada tiene de un ingenuo. Sabe que es ilusorio tratar de decir lo que no puede ser dicho. « Daré cuenta de la vida, no de la muerte » . De la vida a la espera del fin. O sea, de la vida, de toda vida. Porque nadie está menos muerto que el que se sabe condenado a muerte. Todos lo estamos, aunque ponemos cara de no darnos cuenta. Un maestro absoluto del siglo XVII resumía esa lúcida tragedia humana en una expresión concisa y grave: ser mortal es ser muriente y ya, por tanto, muerto.

Comienza de inmediato Mankell, dice, su tarea. La de siempre. La que le llevó a imaginar en el inspector Wallander al paradigma humano que, medio siglo antes, Raymond Chandler pusiera en Philip Marlowe: siempre con la muerte a un paso de su espalda. De la de Henning Mankell, ahora. De la de todos los humanos. Esa curiosa especie, todo cuyo universo se cifra en una paradoja: la enfermedad es la vida. Y Henning Mankell la escribe.

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