Albert Camus y María Casares |
Hay un momento nuclear en 'El extranjero' que ocurre cuando Mersault, el protagonista, entra en la sala que le juzga por asesinato. Allí se encuentra con un periodista que primero saluda al policía que le custodia y luego se dirige a él para reconocerle que "hemos exagerado un poco su asunto"a causa del verano, secarral de actualidad. Luego señala a un enviado especial procedente de París, ni más ni menos, y le confiesa que no ha venido por él, pero como estaba allí para informar de otra noticia, le pidieron que transmitiese también su caso. "Estuve a punto de darle las gracias", dice Mersault. No hay voluntad de humor; no hay voluntad de nada. El libro es un testimonio natural, y en tanto que natural, revolucionario, pues, de repente, bajo la acción indiferente de Mersault, asoman a ratos corrientes alternas para adoptar según avanza la historia un camino propio, un lugar al que hay que intentar llegar pese a que se sepa imposible (Camus escribió la obra al mismo tiempo que 'El mito de Sísifo': "No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible"). Lo 'camusiano', que según Bernard-Henri Levy era un kantismo práctico. "Desconfianza, gratitud y
escepticismo"; o mejor aún, definitivamente, falta de sentido de lo trágico. Breton, con quien tuvo diferencias luego solventadas, había dicho que el acto surrealista más sencillo era salir a la calle con un revólver en cada mano y, a ciegas, disparar cuanto se pueda contra la multitud. Resulta curioso que fuese un expatriado del existencialismo quien más se acercase a ello y que no sólo se limitase a hacerlo sino que lo llenase de sentido, despojándolo de surrealismo y acercándolo al absurdo: un leit motiv inconcreto, neutral, tan transparente que sólo produce turbación.
Camus escribió 'El extranjero' cuando tenía 29 años. Pone el reloj a contar desde las primeras líneas, un inicio superior a cualquier obra contemporánea porque llega con la verdad al lugar que la literatura menos permeable se muestra: "Hoy mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé". Desde ese instante Mersault está sentenciado a ojos del lector biempensante: su crimen se define ahí pese a que luego mata sin razón o aún peor, con ella; dice que fue por el sol. A un autor del que Jean Daniel decía que para saber lo que es un hombre feliz había que verlo ante el mar y el sol, su protagonista comprende tras apretar el gatillo que ha "destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz". A un autor que dijo en su momento más contracultural y hermoso, aun fingida conciencia de compromisos férreos e inexcusables más allá de carnalidades en un tiempo en el que se reclamaba ortodoxia de pensamiento -una especie de mano dura moral-, que "ninguna causa, aunque sea inocente y justa, me separará jamás de mi madre, que es la causa más importante que conozco en el mundo", su protagonista se va al cine con una chica la tarde en que ella muere, o tal vez el día después. La mujer fue inseparable del encarnizamiento izquierdista pro FLNcontra él por proponer idealmente la relación de Francia con su colonia Argelia: "En estos momentos están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías. Si la justicia es eso, prefiero a mi madre". Versión 'unplugged' de la anterior cita eléctrica, más ajustada por tanto a la realidad.
Fue hijo de un soldado muerto pronto -media vida siendo más joven que su hijo- y de una mujer analfabeta y sorda que fregaba suelos, y cuando el destino se presentaba quieto como un río tal que a un pies negros de los suburbios de Argel, el maestro de primaria de esa escuela pública y laica que defendía con ardor de soldado, Louis Germain, intermedió para apartarlo de otro destino que no fuesen los libros (él, Camus, que por otro lado soñaba con ser Zidane antes de Zidane en la portería; como el astro francés, que corría por las calles pobres de Marsella perseguido a palos por la policía por subirse a un muro a ver los recreos de un colegio femenino, también el condenado Camus consiguió, a su manera, que su inmenso retrato tapase el Arco del Triunfo en los Campos Elíseos). Ese origen de miseria e inmigración no ayudó entre la izquierda divina de París, de la que Armando de Armas presume solidaria con los pobres de este mundo siempre que se mantengan en su sitio; tampoco Lorca gustaba de la compañía del pastor Miguel Hernández, a quien le señalaba la pana. Pero fue la de Camus una soledad intelectual, una arrogancia de los hechos, a los que se debía como periodista: su concreción, su necesidad de abordarlos para en último caso obligarse a cambiarlos, pero nunca negarlos o justificarlos.
El redactor jefe de 'Combat' abandonó a su público saliendo del escenario a zapatazos en mitad de la función
Pronto acogió el sitio que cualquier filósofo debería ansiar y al que para llegar hay que descerrajar dolorosas costuras:la intemperie. La incomprensión y el rechazo; librada la batalla del pensamiento y la disparidad de opiniones sobre la forma de observar el ser humano, Camus entró en la ideológica aun sin quererlo al huir del partido y denunciar rápido el terror del estalinismo. Consecuencia todo ello de lo escrito por Pedro G. Cuartango; Camus había cometido un error imperdonable: tener razón antes de tiempo. "No escribió una sola línea que no creyera". El redactor jefe de 'Combat', diario clandestino en oposición al colaboracionista Petain, abandonó a su público saliendo del escenario a zapatazos en mitad de la función, se proclamó fiel a sí mismo y a un ideal de vida que no exigía sumisiones teóricas ni afectos intelectuales más allá de los sostenidos por la verdad, que no admitía representaciones ni versiones. No había para él, como sí para Sartre, muertos que mereciesen la pena para el camino recto de los vivos. Y la degeneración soviética, más allá de un crimen general de Estado, se debía abordar ya como proceso psiquiátrico más que político.
La enmienda a la totalidad del marxismo que penetraba en 'El hombre rebelde' (donde recuerda las palabras de Engels con la aprobación de Marx ("La próxima guerra mundial hará que desaparezcan de la superficie de la tierra no solamente clases y dinastías reaccionarias, sino también pueblos reaccionarios enteros. También esto forma parte del progreso"; y las contraponía al "callejón sin salida" de la revolución imperial soviética) fue saludada con una frase que explica males contemporáneos: "Su libro es hermoso, pero tiene éxito en la derecha". No esperó a Hungría, dondemuchos como Kingsley Amis rompieron el carné y el abanico medio desmayados por el impacto, casi damiselas de otro siglo. Con su sangre anarquista -los únicos que nunca lo abandonaron, que siempre le permanecieron fieles- ya había apoyado el levantamiento obrero contra el Gobierno de la RDA en 1953. Y aún antes abriría la espita del celebrado divorcio con Sartre, para el que los posicionamientos de Camus eran, a sus ojos y los de 'Les Temps Modernes', rebeldía estética.
Como Orwell, se negó desde la izquierda a una mirada claudicante y de la misma manera que antepuso a su madre a la justicia, prefirió la verdad a una causa. No cuesta imaginarse a Camus agarrado a un puñado de folios esclavo de sí mismo y por tanto de un hombre que diría años después que todos parecen amar a la humanidad ("les gusta sangrante, como los chuletones") y parecen estar en posesión de la verdad, "pero eso no es sino una suprema decadencia: la verdad pulula sobre sus hijos asesinados".
En 'Sísifo' dijo que el único debate crucial de la filosofía era el suicidio; en 'Calígula' hace que el emperador arme a sus asesinos
Al final de 'La peste,' que empieza con la broma macabra de una rata muerta y termina con una ciudad sitiada por su destino, casi involuntariamente entregada a un absurdo, Camus escribe con las sensaciones del doctor Rieux el reencuentro de tantas y tantas familias una vez acabada la enfermedad: "Quería obrar como todos los que alrededor de él parecían creer que la peste puede llegar y marcharse sin que cambie el corazón de los hombres". Porque se niega a una victoria definitiva. "Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa".
Murió joven tres años después de lamentar que su Nobel no fuese para Malraux. Dijo que todo lo que sabía de la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol. En la Guerra Civil española su generación "aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma, y que a veces el coraje no obtiene recompensa". Si en 'Sísifo' había dicho que el único debate crucial de la filosofía era el suicidio, o sea si la vida debe ser vivida, en 'Calígula' pone al emperador deshaciéndose de sus leales para armar a sus asesinos: "La historia de un suicidio superior". Él se mató en coche a 180 por hora contra un árbol yendo de copiloto de Michel Gallimard en un Facel-Vega HK500. La actriz coruñesa María Casares, amante distinguida, teatralizó la pérdida diciendo que se había despedido de ella como si no fuera a volverla a ver. A Lourmarin, un pueblo de la Provenza exuberante, verde y soleado, cerca del Mediterráneo, el mar al que trató de parecerse y que le recordaba lo que era y lo que fue, había llegado para seguir una obra que, decía a quien quisiera oírle, apenas había comenzado.