lunes, 2 de septiembre de 2013

Conmigo o contra mí, por arturo Pérez-Reverte

Un lector me preguntó el otro día por mi escepticismo político: mi falta de fe en el futuro y mi despego de esta casta parásita que nos gobierna, sólo comparable a la desconfianza que siento hacia nosotros los gobernados: sin víctimas fáciles no hay verdugos impunes. Siempre sostuve, porque así me lo dijeron de niño, que los únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la cultura. Que, incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos. Y que los pueblos analfabetos nunca serán libres, pues su ignorancia y su abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador astuto, a cualquier lobo hambriento, a cualquier manipulador malvado. También en torpes animales peligrosos para sí mismos. En lamentables suicidas sociales.

Hace dos largas décadas que escribo en esta página. También, en los últimos dos años, Twitter me ha permitido acercarme a lo más caliente de nuestro modo de respirar. Y no puedo decir que sea confortable. Inquieta el lugar en que una parte de los lectores españoles se sitúan: lo airado de sus reacciones, el odio sectario, la violenta simpleza -rara vez hay argumentos serios- que a menudo llegan a un desolador extremo de estolidez, cuando no de infamia y vileza. Cualquier asunto polémico se transforma en el acto, no en debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el rigor, sino el más elemental sentido
común.

Destaca, significativa, la necesidad de encasillar. Si usted opina, por ejemplo, que a Manuel Azaña se le fue la República de las manos, no encontrará criterios serenos que comenten por qué se le fue o no se le fue, sino airadas reacciones que, tras mencionar el burdo lugar común de Hitler y Mussolini, acusarán al opinante de profranquista y antidemócrata. Y si, por poner otro ejemplo, menciona el papel que la Iglesia Católica tuvo en la represión de las libertades durante los últimos tres siglos de la historia de España, abundarán las voces calificándolo en el acto de anticatólico y progre de salón. Pondré un ejemplo personal: una vez, al ser interrogado sobre mi ideología, respondí que yo no tengo ideología porque tengo biblioteca. No pueden ustedes imaginar cómo llovieron, en el acto, las violentas acusaciones de que escurría el bulto «y no me mojaba». Y es que en España parece inconcebible que alguien no milite en algo y, en consecuencia, no odie cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese algo. Reconocer un mérito al adversario es para nosotros impensable, como aceptar una crítica hacia algo propio. Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectas viscerales heredadas, asumidas sin análisis. Odios irreconciliables. Toda discrepancia te sitúa directamente en el bando enemigo. Sobre todo en materia de nacionalismos, religión o política, lo que no toleramos es la crítica, ni la independencia intelectual. O estás conmigo, o contra mí. O eres de mi gente -y mi gente es siempre la misma, como mi club de fútbol- o eres cómplice de la etiqueta que yo te ponga. Y cuanto digas queda automáticamente descalificado porque es agresión. Provocación. Crimen.

Qué fácil resulta entender, así, nuestra despiadada Guerra Civil. Si ahora no se dan delaciones y paseos por las cunetas, es sencillamente porque ya no se puede. Pero las ganas, el impulso, siguen ahí. Me pregunto muchas veces de dónde viene esa vileza, esa ansia de ver al adversario no vencido o convencido, sino exterminado. La falta de cultura no basta para explicarlo, pues otros pueblos tan incultos y maleducados como nosotros se respetan a sí mismos. Quizá esa Historia que casi nadie enseña en los colegios pueda explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos, el peso de la Inquisición con sus delaciones y envidias, la infame calidad moral de reyes y gobernantes. Pero no estoy seguro. Esa saña que lo mismo se manifiesta en una discusión política que entre cuñados y hermanos en una cena de Navidad es tan española, tan nuestra, que me pregunto quién nos metió en la sangre su cochina simiente. Desde ese punto de vista, el español es por naturaleza un perfecto hijo de puta. Por eso necesitamos tanto lo que no tenemos: gobernantes lúcidos, sabios sin complejos que hablen a los españoles mirándonos a los ojos, sin mentir sobre nuestra naturaleza y asumiendo el coste político que eso significa. Dispuestos a decir: «Preparemos al niño español para que se defienda de sí mismo. Eduquémoslo para que conviva con el hijo de puta que siglos de reyes, obispos, mediocridad, envidia, corrupción, violencia, injusticia, le metieron dentro».

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