Hay cosas en esta vida que a los chicos nos unen mucho. La noche en que conocí a José Luis Alvite me contó, antes incluso de sentarnos a la mesa en la que íbamos a cenar, que él había gozado de mucha privanza en un prostíbulo que hubo en los alrededores de Santiago. Tanta, que tenía allí batín y zapatillas, imaginé que bordadas con sus iniciales. Me pareció un gesto de confianza y una sugerente manera de romper el hielo.
“Es una forma razonable de ser alguien”, pensé a continuación. Llegado el caso, y si aún quedaran en nuestras ciudades burdeles como los de antaño, a mí me gustaría tener en propiedad batín y zapatillas en una de aquellas manflas acogedoras, confortables y hasta cierto punto maternales que yo, lástima, no llegué a conocer más que por referencias literarias, mayormente la literatura española de posguerra y los bulines de Lima que retrata Vargas Llosa a través de la mirada vicaria de Zavalita en ‘Conversación en la Catedral’.
Debo confesarles, llegados a este punto, que yo iba para putero, pero me torcí. Tenía voluntad, pero me faltaba carácter. Váyase mi falta de experiencia por lo sobrado que siempre he estado de vocación, pero debo confesar que mi fascinación por las putas, como digo, tiene mucho de literaria y aún más de cinematográfica. Esas coimas compasivas y amables que acogían, como Concha Velasco al pobre José Sacristán, en la cocina del burdel de ‘La Colmena’ , para que se calentara las manos y cenara un tazón de sopa. Había solidaridad y actitudes generosas y no se conocían entonces barreras nacionales ni geográficas. “Y a ésa, ¿por qué le llaman ‘la uruguaya’?” preguntaba el estudiante Martín, para que el personaje de Concha Velasco, Purita, le expusiera algunos rudimentos geográficos inapelables: “Toma, porque es de Buenos Aires”.
Mi vida sentimental es deudora de muchas putas de buenos sentimientos: ‘Irma la Dulce’ en la película del mismo nombre, Kim Novak, como Polly la Bomba en ‘Bésame, tonto’; recuerden a Simone Signoret, inolvidable Casque d’or; la infantil Jodie Foster de Taxi Driver; Kim Basinger, que se disfrazaba de Veronica Lake para puteros mitómanos, con lo bien que estaba haciendo de sí misma; la conmovedora Anna Magnani de ‘Mamma Roma’, la rabiza melancólica Holy Golightly, al que daba cuerpo -escaso, pero fascinante, Audrey Hepburn en ‘Desayuno en Tiffany’s’, Jane Fonda en ‘Klute’, Julia Roberts como ‘Pretty woman’ y la extraordinaria puta buena y algo tonta que interpreta Mira Sorvino en ‘Poderosa Afrodita’.
No lean estas palabras como un exhibicionismo virtuoso, sino como una
sublimación de mi envidia, pero una vez superada ésta di en pensar que la anécdota era muy reveladora del estilo de José Luis Alvite, el más personal de los columnistas españoles y yo diría que del mundo, porque su manera de hacer, eso que hemos convenido en llamar el estilo, son difícilmente repetibles.
No deberíamos tratar estos asuntos sin rendir el homenaje que merece don Nicolás Fernández de Moratín, que dejó un libro inolvidable para los buenos aficionados: ‘Arte de las putas’ en el que defiende el objeto de su estudio y da sabios consejos a los novicios:
Debe pues, el experto putañero
No dormirse en colchón no conocido;
por no vivir en esto uno advertido
le arrimó unas perennes purgaciones
‘la Catalana’ de la calle Hita.
Esto lo escribió tal cual don Nicolás hacia 1770, o sea que no se lo tomen como un desafío al soberanismo de Artur Mas. He puesto por delante Moratín por tratarse una guía para la acción, pero en lo tocante al tema, no debemos olvidar la extraordinaria descripción que mi admirado Mario Vargas Llosa hace a través de la prosa castrense y ejemplar del capitán Pantaleón Pantoja sobre el catálogo de prestaciones sexuales que practica el personal auxiliar a sus órdenes en ‘Pantaleón y las visitadoras’. Vargas Llosa ya había tocado el tema en ‘La casa verde’, como Gabriel García Márquez lo abordaría posteriormente en ‘La increíble y triste historia de Cándida Eréndira y su abuela desalmada’ y en ‘Memoria de mis putas tristes’.
Recuerden a Petronio y su ‘Satyricón’ en la antigua Roma; Bocaccio, en el Decamerón’ y Chaucer en ’Los Cuentos de Canterbury’, ‘La Celestina’, en fin, a qué seguir.
Volviendo al cine, hace ya bastantes años vi una secuencia, o mejor un plano que me pareció fascinante en la película de Bob Swaim, ‘La balance’, aquí estrenada como ‘El membrillo’. Se trataba de un encuentro a primeras horas de la mañana entre Richard Berry, un honesto policía y una maravillosa Nathalie Baye que hacía de puta virtuosa. Se sientan en un banco, no demasiado juntos, los dos con huellas en la cara de una intensa noche de trabajo: era un encuentro imposible entre dos pasajeros de la noche: una versión realista y puesta al día de lado halcón.
Ambos oficios, junto al de los periodistas, forman una trilogía de profesiones de las ‘Pes’, hombres y mujeres marcados por la noche y las relaciones turbias, a saber: putas, policías y periodistas. Eso era antes, en la edad de oro del periodismo, cuando en las redacciones de los periódicos se fumaba y se bebía, cuando los bares del barrio subían cervezas, gin-tonics o cubalibres y el camarero con su bandeja era un característico de la redacción, como el que cortaba los teletipos.
Los horarios tampoco son ya los mismos. Además de abstemios, los periodistas buscan la jornada de los trabajadores de banca y no me sorprendería que las diosas del amor venal empezaran a reclamar jornada continuada de ocho a tres.
Estos tres oficios, junto al de pastor y al de agricultor fueron algunas de las primeras actividades desarrolladas por el hombre –y la mujer, naturalmente-para ganar su subsistencia.
Quieren la tradición, el saber común y la afición humana al circunloquio, que a la prostitución se le llame ‘el oficio más antiguo del mundo’. Es hora ya de desmontar esta patraña y revelar su falta de rigor histórico. No metamos a los policías en la disputa. Forzosamente la madera tuvo que llegar más tarde: con toda seguridad, tras el asesinato de Abel, por un tipo que lo quería como a un hermano. Alguien tendría que investigar el tema. Puede que antes, para ejecutar la divina orden de desahucio de nuestros primeros padres del Paraíso Terrenal.
Pero si examinamos este asunto a la luz de la lógica, forzosamente llegaremos a la conclusión de que el primer oficio fue el de periodista. Aceptemos la convención narrativa de Adán y Eva. Cuando Yahvé hubo creado al primer hombre, tuvo la ocurrencia de darle compañía, el sueño, la costilla y zás, allí estaba Eva.
Hay una casuística sobrada respecto al tema. Recuerden el paso por Madrid de la hermosísima Ava Gardner en los tiempos dorados de los estudios Bronston y la anécdota muy conocida de Luis Miguel Dominguín, que habiendo sido cazado por la bella, apenas terminado el lance amoroso, se levantó y comenzó a ponerse los pantalones. “¿Dónde vas?” preguntó ella sorprendida, a lo que el periodista que llevaba dentro el torero, respondió: “No te jode, a contarlo”.
Es también muy conocido que Ava Gardner, una chica con problemas, se bebía en aquellos años hasta el agua de los floreros, mientras esperaba la hora del cierre de los bares para llevarse a la cama a alguno de los camareros que le hubiera dado al ojo. Uno de ellos, que años más tarde hizo alguna fama como cuentachistes, contaba lo suyo con Ava Gardner, en los programas de la tele que lo contrataban. Fue así como nació la televisión basura.
Pero esto son ya otras disciplinas. Volvamos al tema. Una casa de putas como un verdadero hogar, con su salita de estar, sillón de orejas para un parroquiano de confianza, la batita y las zapatillas y un brasero en torno al cual sostener interesantes tertulias sobre esto y aquello. Ese es el toque surrealista que el conde de Lautréamont describió en sus ‘Cantos de Maldoror’.
A mí, la lectura de Alvite me ha evocado no pocas veces su frase fundacional del irracionalismo surrealista: “bello como el encuentro fortuito entre un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección”, expresión que cuadra de manera magistral a sus asombrosas yuxtaposiciones y que se sirve como mesa de disección de un humor negro zahíno, negrísimo, hasta unos extremos en los que linda con el psicoanálisis. Aún estoy bajo la impresión de la confesión de Jimmy Morante en una de las más recientes crónicas del Savoy:
“Me lavo cada mañana la cara a oscuras con un puñado de agua ciega. En una tienda de lámparas yo solo querría ser una bombilla fundida. He procurado ir por la vida sin hacer ruido, caminando al tacto, llevando en las plantas de los pies las palmas de las manos. Una vez maté a un hombre porque quería saber qué se siente al abrazar a un niño huérfano”.
Nunca lo he comentado con él, pero desde que imparto un seminario sobre la columna de opinión, ahora en el master de El Mundo y antes en el de El Correo, siempre hago un apartado para expresar mi admiración por la prosa de este hombre, que ha conseguido convertirse en un columnista de referencia de la prensa española a base de ignorar todas las convenciones del oficio.
Explico a mis alumnos cuestiones básicas, a saber: que el columnismo es un oficio del periodismo y que, como él, debe estar sustentado en los hechos, y que el columnista debe embridar con mucho tiento dos caballos que pueden desbocársele: los adjetivos calificativos y su propio ego. Suelo ponerles ejemplos de estos excesos, pero a continuación declaro que tengo que rendirme ante un columnista que viola deliberadamente todas mis alertas.
La prosa de Alvite está penetrada de la anarquía que informa su pensamiento, de una resistencia a la jerarquía que le lleva a un ordenamiento de palabras aparentemente casual. La primera vez que se lee a Alvite uno teme que repentinamente se venga al suelo un párrafo entero, vencido por la gravedad de las palabras y el equilibrio inestable en que el autor las ha dispuesto.
Nada más engañoso. Vean a título de ejemplo el apunte que nuestro escritor, nuestro héroe, habríamos dicho en tiempos más dados a la palabra escrita y la lectura, dedicó a la entonces vicepresidenta del Gobierno:
“Lo que las mujeres no soportan es la cesión de un ápice de su belleza cosmética en beneficio de acceder a la belleza sólida y tosca del hombre, que, por su parte, se apunta a la depilación y a las cremas hidrantes, asiste a los partos, se aparta de los vicios y se marea en los viajes. A mitad de camino se encuentra María Teresa Fernández de la Vega, que tiene una vacilante feminidad de mujer en cuya deshidratación van apareciendo, como marroquinería, los rasgos de Clint Eastwood”.
Uno va leyendo a Alvite con el alma en vilo, con análoga inquietud con la que sigue los primeros pasos de su hijo por un suelo adoquinado, temiendo que en cualquier momento pueda perder la vertical y producirse un descalabro. Contra todos los temores, el párrafo sale limpio de la bruma, como la expresión más acabada de la definición que Paul Valery acuñó sobre la sintaxis como una cuestión moral. Es el equilibrio interno de la coherencia lo que nos permite admirar una construcción de palabras a la vez airosa y sólida como una catedral gótica.
‘Lilas en un prado negro’ es una obra del más genuino Alvite, en la que el espacio es determinante para los personajes que por él se mueven. Aquí se trata del psiquiátrico San Antón de Restende, un lugar deudor del opaco esplendor de los tiempos pasados, de cuando los hospitales psiquiátricos se llamaban manicomios y los clubes de alterne eran casas de putas o mancebías, exactamente igual que el mítico Savoy revive en su pluma los buenos viejos tiempos de la prohibición, con tipos como Jimmy Morante, Ernie Loquasto y sus amigos hampones, rodeados de fulanas en el bar del lobby.
Los escenarios de Alvite son lugares habitados por perdedores inevitables, en los que los perfiles de aquellos tipos están petrificados en un tiempo pasado y difuminados por el humo del tabaco, que era el flou de los artistas baratos, cuando aún no estaba prohibido fumar en interiores. Al asomarse a aquellos lugares, uno se asoma inevitablemente al alma de José Luis Alvite, a la que imagino como un cuartito de estar, con una mesa camilla, una cómoda antigua y un sillón de orejas, exactamente igual que el espacio de La Razón en el que publica cada día su columna.
Ese lugar es lo primero que visito cada día al levantarme, después de ponerme el batín y calzarme las zapatillas de paño, tan cálidas y confortables para leer sus columnas y admirar el raro prodigio de una prosa libre como la mano que la escribe, unas crónicas sin ataduras con los hechos que se cuentan en el resto del periódico, y que ni siquiera guardan una remota relación con la fecha que figura en la primera página. Sin embargo, al sentarme en el sillón de orejas y llevarme a la vista el primer párrafo ya me siento preso de la columna hasta su última palabra y me admiro, como el resto de los días, de ser el afortunado huésped de uno de los más grandes columnistas españoles, tan a contrapelo de casi todo, a veces, incluso, tan en contra de sí mismo.
INTERVENCIÓN DE JOSÉ LUIS ALVITE
Cuando Rocío González se empeñó en recopilar los relatos para ‘Lilas en un prado negro’, le dije que son su insistencia sólo conseguiría echar a perder nuestra amistad. No le importó la advertencia. Debo admitir que hasta conocerla a ella, sólo Hacienda había estado tan pendiente de mí. Después, mi editor de siempre aceptó el reto porque Alejandro sabe que de sus peores negocios yo soy el único que aguanta dos horas de sobremesa fumando sin prisa cuarenta veces el último cigarrillo. En cuanto a Amilibia está aquí porque el viento del periodismo siempre junta en el mismo rincón a las hojas que a veces parece como si hubieran brotado caídas. No sé muy bien por qué me apoya Santi González; supongo que lo hace porque su vida estaría incompleta sin un fracaso y porque su buena reputación aún le permite tener amigos como yo.
En cuanto a mí, he venido porque siempre he querido saber qué se siente al deber un favor a tanta gente. Me refiero a todos vosotros, claro, que habéis venido en una desapacible tarde de frío a ver a un tipo que escribió los relatos de este libro en un momento de su vida en el que no le habría parecido descabellado mirarse a oscuras en el espejo del baño con los ojos en las palmas de las manos y la cabeza en llamas.
No os voy a contar de qué trata el libro. Tampoco me empeñaré en parecer original, ni alegaré en mi favor aquellos días de manicomio, al borde de la locura, al final de la luz, al otro lado de los perros. Sólo os diré que si compráis el libro lamentaré que mi amistad os haya costado dinero. Y lo digo sinceramente, porque lo cierto es que yo siempre pensé que a mi entierro sólo asistiría gente en el caso de que durante mi funeral alguien sortease mi viuda y mi coche.
Y nada más, amigos míos. Gracias por haber venido. En el peor de los casos, puedo aseguraros que mi amistad no produce cáncer. Buenas noches, buena gente.